Leyenda del Irupe

 En una tarde litoraleña, en sus dominios Curupí danza, velando, desde siempre…
Aña se aburría en su holganza. Fueron las voces las que lo sacudieron de su sopor. Venían desde el río. Se incorporó intrigado y se asomó por detrás de la palmera.
Entonces vio que eran doncellas y jóvenes guerreros de la tribu. Reían y jugaban despreocupados.
La más hermosa, Morotí, llamó particularmente su atención, ésta era asediada amorosamente por Pita, el apuesto guerrero hijo del cacique. Era indudable, se amaban.
Aguzó el oído y escuchó fragmentos de la conversación que habían iniciado los dos jóvenes. 
-… Morotí… Te amo… ¿Por qué te muestras tan esquiva? ¿Por qué me obligas a implorar tu amor una y otra vez? ¿Por qué tu corazón permanece frío y cerrado?...
Silencio. 
Solo el rubor floreció en las mejillas de la doncella y sus pestañas aletearon suavemente como oscuras mariposas, incapaz de soportar la ardorosa mirada de Pita que, expectante aguardaba una respuesta.
Aña comenzó a inquietarse ante la escena presenciada y él también, aunque por un motivo ajeno al del joven, quedó pendiente de la contestación. 
Más silencio. 
Morotí coqueteaba deliberadamente. 
El Joven continuó preso de intensa pasión: 
-Morotí… ¿Me escondes tus ojos?... ¿Qué más quieres de mí?... ¿Acaso deseas que arrebate a Yasí un rayo de luna de plata y te lo dé…? ¿Quieres una diadema de encendidas estrellas como mi corazón? ¿Quieres mi vida?
Tanto amor la hizo sentir poderosa y triunfante.
Levantó los ojos hacia Pita y lo envolvió en dulces promesas. 
El silencio se saturó de amor, el mundo desapareció y surgió un universo habitado solo por ellos dos. 
Aña se sintió violentamente sacudido y aunque la escena le pareció intolerablemente repulsiva, esperó. Tenía toda la eternidad a su favor. Esa siempre había sido su ventaja sobre los mortales. 
Cuando lo creyó oportuno, murmuró al oído de Morotí una idea mezquina, acicateando aun más su coquetería. La muchacha acusó el impacto de inmediato. Sintió un hálito helado y se turbó. 
Su voz se elevó firme y desafiante: -¿Quieren ver lo que es capaz de hacer por mí un valiente guerrero?- dijo a sus amigos, mientras en sus labios se insinuó una seductora sonrisa. 
Y sin esperar respuesta se desprendió de uno de los brazaletes y lo arrojó lo más lejos que pudo a las profundas aguas del Paraná.
Tenía la mirada puesta en el joven enamorado. Los ojos despidiendo dorados destellos y Pita, deslumbrado por su hermosura, como única y muda réplica, tensó los músculos de su cuerpo de nadador experto y se lanzó al torrente. Dibujó con gracia una curva en el aire y se zambulló. En el lugar estallaron gotitas de luminosos racimos. 
Todos festejaron el desafío y descontaron el pronto regreso. 
Pero Pita no volvió.
Oscuras nubes ocultaron momentáneamente el sol como siniestro presagio. Después Cuarahy surgió nuevamente esplendoroso. Amarillo su cuerpo, amarillo su aliento, amarillas sus alas como un enjambre de brillantes abejas. Todo el amarillo y oro. Refulgente y bruñido con un dosel de pájaros a su alrededor, se abandonó con indolencia en el lecho blando del agua que le ofrecía el Paraná. Allí se sumergió hasta que su último destello se perdió al morir la tarde. 
También las risas y los juegos, las esperanzas se perdieron en algún lugar ignoto.
No más luz en los ojos de Morotí. Había sucumbido al ácido aguijón del arrepentimiento. 
Cundió la desolación en la tribu, entonces Arandú Paye, el hechicero de la tribu, encendió una fogata para invocar a los espíritus buenos y alejar a los malos. 
De las llamas surgieron extrañas imágenes. 
Pita se hallaba en las profundidades del Paraná, pero no estaba muerto, estaba en brazos de Y Cuña Paye, deslumbrado por su belleza, preso del encantamiento de la hechicera de las Aguas.
Se lo veía ricamente ataviado en uno de los salones del palacio de fulgurante cristal, custodiado por aguerridos peces escamados en oro y plata, y atendido por un séquito de bellísimas doncellas de piel nacarada y cabelleras de algas ondulantes. 
Allí se encontraba el joven guerrero, adormecido sus sentidos, sus sentimientos y su volunta, en ese lugar en que el tiempo no era tiempo y la muerte no era muerte. 
Allí estaba, con la mirada extraviad en laminada de la hechicera de ojos hambrientos, insondables, llenos de sabiduría antigua y de anticipaciones futuras. Ojos temibles. 
Ante esa visión inquietante, Arandú Paye sentenció: “-Pita, como otros jóvenes, no volverá-“
La nefasta revelación anudó las lenguas y el silencio se tragó los gritos y los lamentos, engulló también el susurro en la copa de los árboles y el aullido de las bestias en la lejanía. Solo la voz oscura del viento se levantó gimiendo. 
La gente se miraba inquieta, con miradas intrigadas y temerosas, mientras el hechicero elevó su profecía en ondas vibrantes:
“Solamente un amor puro como la lluvia y tan grande como la misma muerte habrá de salvar a Pita del encantamiento de y Cuña Paye”-.
Después giró la cabeza y sus ojillos sabios se fijaron en Morotí.
“Solo tú… pero te advierto, será una prueba dolorosa y tremenda. Hay fuerzas temibles y desconocidas. Solo el amor será tu escudo. No hay otro”.
La doncella escuchó con labios enmudecidos, pero su corazón se había sellado una promesa. Y así permaneció, silenciosa y ensimismada, contemplando las agonizantes cenizas, tratando de desentrañar la terrible revelación de un enigmático destino.
Todos se habían dormido. 
Soledad. Oscuridad. Silencio. La noche. El monte. El río, más allá…
Un mundo palpitante, cálido y fragante la rodeaba y ella como una sonámbula de ojos muertos ignoraba los racimos de estrellas que rodaban por los ramajes húmedos de la floresta. 
Ojos muertos de sonámbula, sin párpados, vacíos de sueño. 
Solo Andar. Correr por intrincados senderos del monte, entre Dioses Paraísos, Dioses Lapachos, Dioses Jacarandaes, que rodearían un incierto destino. 
Andar, correr, correr…
Pies, pasos, palpando los senderos.
Pies, pasos, eludiendo las raíces tejedoras de árboles culebras, de raíces tejedoras y ávidas, impulsándola a una danza alucinada. 
Pies, pasos, adivinando senderos en medio de un silencio de pájaros dormidos. 
Pies, pasos, moviéndose febriles, como en sueños. Sin nunca avanzar, sin nunca llegar…
Ojos sin párpados. Ojos sin sueño. Saliva congelada y el aliento ardiente de loca ansiedad. 
Solo Aña velaba la noche. Aña susurrando pensamientos oscuros y torturantes a la doncella errante.
“Y si Pita ya no me amara…” “…Y si solo amara a Y Cuña Paye…” “…Y si mi búsqueda fuera vana…” “…Y si mi amor no le importara…” “…Y si…”
¿Amor?
La luz de un mediodía de diamantes. Luz viva fría y quemante. Luz desnuda y misteriosa destelló en algún lugar. 
Aña se encrespo. Otra vez la maldita palabra persiguiéndolo desde el fondo de los siglos. Otra vez estaba allí. Desafiándolo, desde el corazón encendido, ciego y loco de esa obcecada doncella india. 
Los ojos secos, sin párpados, sin sueño, escrutaron el cielo hermético y oscuro de la noche en busca de una respuesta. Pero fue en vano. Nada veían sus ojos ciegos. 
Entonces Morotí invocó al Paraná, poderoso y bravío: 
“-Magnánimo Padre de las Aguas, Cautivados de soles y lunas, que atesoras riquezas en tu vientre tibio y dulce. Paraná, dador de vida, devuélveme a Pita, es el único a quien amo. 
Muéstrame el camino, llévame en tu burbujeante cabellera de espuma, para encontrar a mi amado”. “Concédeme esta última gracia…”
Aña se retorció en una agonía de dolor.
Morotí cayó de rodillas abatida por la inmensidad de la culpa y en el límite de sus fuerzas. 
Fue cuando surgió una voz de imperioso acento. Una voz de agua, de viento, de pájaros. Una voz que rasgó las sombras y se hizo luz en sus sentidos:
“Levántate, muchacha, no te detengas. Eso que duele y atormenta. Esa brasa que seca tus carnes y carcome tus entrañas. Eso que estruja tu corazón y lo desangra. Eso que enloquece tu pulso. Eso que te hace esclava y diosa, sombra y estrella… Es amor… solo amor muchacha”.
Amor, amor, amor… repitieron el monte y el cielo, y las estrellas despertaron y la luna refulgió en lo alto. 
Aña se sintió invadido por una sensación de insoportable impotencia. Sus facciones se distorsionaron en una mueca obscena y por la rendija de sus ojos sin fondo se filtró un destello maligno.
La brisa se erizó silente en el agua, mientras los oídos de la joven india recogieron el eco de la voz amada en un llamado lejano. 
Morotí se incorporó como impulsada por secretas fuerzas, llegó hasta la orilla y se sumergió en las aguas hasta que su oscura cabellera flotó en la superficie como un fúnebre manto. 
Después… después, el torbellino que arrastra y ese dejarse ir, sin dolor, sin angustias ni recuerdos. Aña se perdió en una agonía dolor.
Cuarahy despertó a las aves, a las bestias, a los árboles dormidos, y su luz descubrió un manto de filigrana que habían tejido arañas de palta y el rocío adamantino en ese amanecer.
La blanca y fresca brisa ahuyentó a las fuerzas oscuras. 
Un Mainumbí descubrió una nueva flor que durante la noche había surgido desde las profundidades del Paraná, se posó delicadamente en los blanquísimos pétalos y después de beber en su rojo corazón se elevó en raud